martes, enero 16, 2007

(fragmento de una narración inédita)

... y nos dijimos adios. Siempre funciona, decía don Julio, decirse adios en las despedidas. Es como una especie de ritual en donde se llega a un acuerdo sicológico para aceptar la prescindibilidad del otro ser. Hasta que punto podría yo aceptar este acuerdo. Eso no estaba en mí para decidirlo. Estabamos en el andén de la vieja estación de tren. Ella tenía sus dos humildes valijas, que habían cargado en ellas la esperanza de toda su familia a traves de los años. Hoy emprendían un nuevo viaje. Este, como todos los otros, no sería definitivo ni remotamente, lo sabía muy bien. Pero no podía escaparle a la maldita tristeza que se apoderaba de mi humor cuando me golpeaba la realidad que estaba presenciando. Silvina se iba. No era la primera vez que se iba tampoco. Ya antes se había marchado. Recuerdo cuando teníamos doce años y su tía la mandó a buscar de vacaciones a Costa Azul. Entonces no presentí que me haría tanta falta. Fue el verano más largo que pasé en nuestro humilde pueblito, Pompeya.
Su larga cabellera rubia hacía contraste con el brumor que dejaban en el ambiente los viejos trenes. La contaminación de estos se confundía inevitablemente con la nublada mañana que había salido a despedir conmigo a Silvina. Vestía un ajustado pantalón mahón y una camisa negra, cubierta por una chaqueta, tambien de mahón, para cubrirse un poco del frío de la mañana. Camino a la estación nos deteníamos a cada rato en lo que se despedía de todos los que encontrabamos en la calle. Para quién ha vivido toda su vida en un pueblo chico, sabe que este ritual no cambiará jamás. Incluso la hija de doña Sol fue la que le vendió aquel boleto de ida en la estación. Esto de por si era chocante. La cara de Claudia demostró que ya tendría tema para conversar esa noche con su madre. Silvina le había comprado un boleto de ida para la capital. Ya algunas señoras del club de bingo estarían comentando que la chica se iba a la ciudad a esconder la barriga de embarazada y así camuflarse en la urbe inmoral, donde esto no importa. Al menos eso pensaban al ver a Silvina caminando conmigo a la estación sin la presencia de sus padres. Eso sólo demostraba la falta de consentimiento de ellos en el viaje de su hija. Tenían razón en parte. Don Ignacio y doña Marta no apoyaban que su hija se fuese de Pompeya sola a estudiar. Allí tenía todo lo que necesitaba. La producción de queso de la finca de don Ignacio nunca había estado mejor, sin embargo, Silvina se empeñaba en irse a la capital a estudiar medicina a la universidad.
Ella siempre había sido así de ambiciosa. A mi esto nunca me intimidó porque yo sabía que estabamos destinados a estar juntos. Después de todo, yo tenía mi trabajo fijo como mesero del mejor restaurante de Pompeya y además los viernes y sábados me dejaban cantarle a los clientes nocturnos. Con mi guitarra y mis canciones había llegado a juntar unos pesitos de más para comprarle un regalito de despedida a Silvina. Cada vez que se acercaba la hora de partida del tren me ponía más ansioso. Las otras veces que se había ido, siempre supe el día y la hora exacta que tendría que esperarla en la estación. Esta vez no era igual. Aunque la veía relativamente calmada, notaba que se le traslucía cierto nerviosismo que yo no podía entender. Ella lo planificaba todo metodicamente asi que no debía ser por eso que estaba preocupada. Quise preguntarle pero tenía tantas cosas que decirle que se me agolpaban los pensamientos, quedando libres por mi boca los más trascendentales para el momento, los miles de te quieros, te voy a extrañar, me vas a hacer falta, no olvides de escribir. Es curioso como luego me acordaba sin problemas de cada una de la preguntas que le quise hacer.
La sirena del tren sonó dos veces. Era el anuncio de que en unos minutos Silvina no estaría más por aquí, al menos indefinidamente. Recuerdo que se echó a reir como una loca y presumí que me había dicho alguna broma, pero la verdad era que mi mente no estaba allí. Sonreí timidamente para no despertar sospechas y la abrazé. Ese instante fue interminable. La estreché sobre mí hasta que se me secaron las pequeñas lágrimas que brotaron de mis ojos. No quería que se percatara del sufrimiento que me causaba esta despedida. La ayudé con el equipaje y me sentí tentado a quedarme en el tren, pero le hubiera hecho pasar un mal rato que no se merecía, así que ni lo intenté. El inspector comenzó a rondar los pasillos asi que la besé como para grabarla en mi boca por mucho tiempo y me bajé a esperar que el tren se fuera. Los cinco minutos que se tardó el tren en ponerse en marcha fueron interminables. Mi cabeza se atormentó de pensamientos, mientrás su rostro se asomaba por la ventanilla. ...y nos dijimos adios. Siempre funciona, me decía don Julio antes de que me fuera a buscarla para acompañarla hasta la estación. A mi no me funcionó.

RJ

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tu siempre me dejas intrigada. Me quede con las ganas. Franche